Los pétalos volaron, rojos como la sangre;
hojas secas que crujían y se elevaban a viento.
Los rastros de lluvia se delataban por el brillo de
la acera y el fuerte olor a barro fresco.
El frío que invadía era deliciosamente excitante,
tocaba mi cara y la entumía suavemente.
Mi respiración era dulce y liviana, los botines,
color negro, aplastaban las hojas y el exquisito
crujir, erizaban deliciosamente mi piel.
Lo deseaba, lo sentía y amaba.
Los arboles encerraban la oscuridad de una tarde
que empezaba a morir después de su continua lluvia.
La gabardina era alzaba en mi espada, el frío viento
pegaba dolorosamente pero me hacía sentir bien.
Abrí los ojos y la poca luz que entraba entre las ramas
iluminaba el verde y mojado pasto frente a mí hasta la oriila
del lago que estaba tan próximo, tan cercano.
Dí un paso hacia delante, el pasto se hundió bajo mi botín,
una deliciosa gota de lluvia cayó en mi rostro.
El rugir de un trueno me inspiro, al iluminarme,
esa magnífica luz me hizo cerrar de nuevo los ojos, sonreí.
Besé al viento, el frío beso mis labios, mi lengua, mi garganta.
Otro paso, comenzó a llover.
Me hundí en el agua.
El calmar del agua fue perturbada por la lluvia.
No había rastro de que ahora vivía bajo la lluvia
Rubén López Fabbri.
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