Hubo una vez, una tarde de septiembre, como cualquier otra. Era fin de semana, un domingo, ya no había luz, la luna hacía un débil intento de asomarse por entre las nubes, no lo conseguía.
Mi hermano llegó a la casa, preguntó por mis padres, que no estaban. Cuando bajé por las escaleras vi salir de la bolsa central de su chamarra beige, una cabecita que tenía un moño amarillo anudado al cuello.
Era un perro, un perro muy extraño debo decir, porque tenía la cabeza con forma de huevo y no parecía lo que debería parecer, es decir, ¿Un boxer sin cara negra?
Pasaron muchas cosas, desde la ternura de esa pequeña cosita que media como 15cm, hasta la negativa de conservarlo por el reducido espacio de la casa. Sea como sea, ese cachorrito peludo se ganó el amor de todos nosotros. Por su forma de ser, por ser tan alegre cada instante, por emocionarse cuando nos ve llegar, por ser tan bonito, por obedecer y aprender las cosas.
Una mañana de las primeras semanas que estuvo con nosotros, jugueteaba por la cornisa de la azotea mientras la lavábamos y queriendo explorarlo todo, resbaló donde parte de la loza esta rota y casi cae desde esa azotea, pero una mano, una mano izquierda, lo tomó aprovechándose de que era muy pequeño y cabía fácilmente. No se si el sabe entender o sabe agradecer del porrazo que lo libré, pero creo que eso es lo de menos.
Verlo enfermo ha sido una prueba muy dura y un excelente signo de cuanto nos importa. Mi propio padre que es tan reservado a veces no podía ocultar su rostro preocupado de saber que sufría, de saber que estaba en peligro.
Una vez me insultó enormemente. Destruyó una de las cosas que mas representan para mi en esta vida, destruyó el símbolo más importante de mi infancia: un perrito de peluche (ironía).
Muy a pesar de eso, esta mascota tuvo un efecto increíble, se volvió, un amigo, se volvió no sólo un miembro de la familia sino en una herramienta enorme para amalgamarnos como tal, se convirtió en un hermano nuestro en el reino animal.
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